A veces cuando lees, hay palabras que te tocan el alma y los sentidos, y sabes
que nunca podrás olvidarlas. Este capítulo es uno de los más hermosos que he leído
en el año, probablemente porque me recuerda, el lazo de amor que existía entre
mi abuelo y mi papá. El olvido que seremos- Héctor Abad Faciolince.
"UN NIÑO
DE LA MANO DE SU PADRE
1
En la casa vivían diez mujeres, un niño y un señor. Las mujeres
eran Tatá, que había sido la niñera de mi abuela, tenía casi cien años, y
estaba medio sorda y medio ciega; dos muchachas del servicio---Emma y
Teresa---; mis cinco hermanas---Maryluz, Clara, Eva, Marta y Sol---; mi
mamá y una monja. El niño, yo, amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas.
Lo amaba más que a Dios. Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí
a mi papá. Fue la primera discusión teológica de mi vida y la tuve con la
hermanita Josefa, la monja que nos cuidaba a Sol y a mí, los hermanos
menores. Si cierro los ojos puedo oír su voz recia, gruesa, enfrentada a mi voz
infantil. Era una mañana luminosa y estábamos en el patio, al sol, mirando los
colibríes que venían a hacer el recorrido de las flores. De un momento a
otro la hermanita me dijo:
-Su papá se va a ir para el Infierno.
-¿Por qué?-le pregunté yo.
-Porque no va a misa.
-¿Y yo?.
-Usted va a irse para el Cielo, porque
reza todas las noches conmigo.
Por las noches, mientras ella se cambiaba detrás del biombo de los
unicornios, rezábamos padrenuestros y avemarías. Al final, antes de dormirnos,
rezábamos el credo: <<Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo
y de la Tierra, de todo lo visible y lo invisible...>>.
Ella se quitaba el hábito detrás del biombo para que no le viéramos
el pelo; nos había advertido que verle el pelo a una monja era pecado
mortal. Yo, que entiendo las cosas bien, pero despacio, había estado
imaginándome todo el día en el Cielo sin mi papá (me asomaba desde una ventana
del Paraíso y lo veía a él allá abajo, pidiendo auxilio mientras se quemaba en
las llamas del Infierno), y esa noche, cuando ella empezó a entonar las
oraciones detrás del biombo de los unicorios, le dije:
-No voy a volver a rezar.
-¿Ah, no? - me retó ella.
-No. Yo ya no me quiero ir para el Cielo. A mí
no me gusta el Cielo sin mi papá. Prefiero irme para el Infierno con él.
La hermanita Josefa asomó la cabeza (fue la única vez que la vimos
sin velo, es decir, la única vez que cometimos el pecado de verle sus mechas
sin encanto) y gritó: <<¡Chito!>>. Después se dio la bendición.
Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que
nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor
igualdad en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía
que a mí nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no
les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría
matar, sin dudarlo un instante, por defender a mis hijos. Y sé que mi papá se
habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderme a mí. La idea más
insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por
eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse. Y
también se que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la muerte de un
hijo mío. Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo
más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no
se piensa, sino que sencillamente es así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe
con la cabeza sino con las tripas.
Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y
también el recuerdo de su olor, sobre la cama, cuando se iba de viaje, y yo les
rogaba a las muchachas y a mi mamá que no cambiaran las sábanas ni la funda de
la almohada. Me gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa
y la meticulosa limpieza de su cuerpo. Cuando me daba miedo, por la noche, me
pasaba para su cama y siempre me abría un campo a su lado para que me acostara.
Nunca dijo que no, Mi mamá protestaba, decía que me estaba malcriando, pero mi
papá se corría hasta el borde del colchón y me dejaba quedar. Yo sentía por mi
papá lo mismo que mis amigos decían que sentían por la mamá. Yo olía a mi papá,
le ponía un brazo encima, me metía el dedo pulgar en la boca, y me dormía
profundo hasta que el ruido de los cascos de los caballos y las campanadas del
carro de la leche anunciaban el amanecer. "
0 comentarios:
Publicar un comentario